jueves, 4 de noviembre de 2010

Historia de una entrevista histórica en Carabanchel Bajo / Francisco Poveda


El franquismo fue generador de mitos muertos, algunos de ellos ídolos falsos. Pero otros vivos,  sumamente atractivos para un periodista en ciernes, como el que ya comenzaba a ser un obrero singular, luchador por la libertad y verdadero lider sindical en prisión, una especie de Mandela a la española por todos los años vividos en cautividad y en el exilio menos glamouroso del norte de África. "Soy un hombre normal, creo en los pueblos, digamos que soy un símbolo al conocerse el por qué de mi vida y mi proyección internacional", tenía interés en dejar claro nuestro hombre antes de empezar la entrevista.

Era enero de 1975 y los jóvenes dirigentes del franquismo en su estertor ya veían la necesidad de un pacto político con la Oposición democrática emergente para salvar los muebles con la reforma del sistema. Los indultos se sucedían para preparar el terreno y de ellos se benefició un maduro obrero soriano, de La Rasa de Osma, con 57 años, llamado Marcelino Camacho Abad y con cierta aureola de indomable porque nadie conseguía doblarlo, ni doblegarlo, ni domesticarlo. "La derecha me respeta por mi trayectoria vital y el prestigio que significa, pero no me mima, más bien me desprestigia con noticias falsas", se quejaba.

No obstante su salida de la cárcel, el Régimen no lo quería por ahí suelto haciendo proselitismo entre los oprimidos y le impuso un silencio público que tentaba a intentar que no fuera absoluto. Con la ayuda de mi hermano Miguel, estudiante de Sociología en la Complutense, miembro de las JJSS y con buenos contactos en un PCE aún en la clandestinidad relativa, utilizamos como cauce a José Antonio Moral Santín, un joven profesor comunista de la Facultad de Ciencias Políticas  (actualmente catedrático y consejero de Caja Madrid) por su condición de responsable de Economía en la dirección comunista del interior.

En Murcia (pensaba alojarse en casa de un compañero de la HOAC) y Valencia se programaron pronto unas conferencias por parte de sindicalistas en la sombra y opositores, que finalmente fueron suspendidas por la autoridad gubernativa. Era enero de 1975 y a Franco le quedaba menos de un año de vida, por lo que su gente necesitaba ser algo aperturista so pena de perecer en el tránsito. La libertad de prensa era, pues, una de las pocas avanzadillas efectivas para la posterior transición aunque tuviese ciertas limitaciones de autocensura.

Confieso que aproveché la rendija y me planté en casa de Marcelino Camacho, no más de 60 m2, en el madrileño barrio de Carabanchel Bajo, en la fecha  y hora convenida a través del Comité Central del PCE, creo recordar que el sábado 17 de enero a las 10 de la mañana.

Al llegar solo estaba su esposa Josefina (una pantalonera, almeriense de Fondón, 1927, en La Alpujarra, emigrante a los 4 años, a la que había conocido durante su exilio de catorce, primero en el Marruecos francés, 1943, y Orán, 1944-1957.  Se casó en Argelia en 1948 con  su compañera de toda la vida, Josefina Samper Rosas, afiliada a las JSU, una mujer como él e hija de minero emigrado, que luego popularizó sus característicos jerséis de lana gruesa) pero ni Marcelino ni ninguno de sus dos hijos, Marce y Yenia, adolescentes en aquella época, me estaban esperando.

Al poco apareció ante mí el mito en carne mortal y con uno de sus caracteríscos jerseys de cuello vuelto tricotados por Josefina para su esposo, internado hasta hacía bien poco en la tercera galería de la cercana y tristemente célebre cárcel de Carabanchel. Venía de comprar el 'Ya',  su periódico de cabecera, aunque también el 'Arriba" para "ver como respira el Régimen y como se mete conmigo en sus editoriales", decía algo resignado.

Recuerdo que irradiaba una personalidad especial aquella mañana para la primera entrevista periodística en la libertad (la segunda se la hizo días después la agencia soviética de noticias Tass a través de su corresponsal en Madrid), publicada justo a la semana, domingo 27 de enero de 1975, en la contraportada de todas las ediciones del diario 'La Verdad' gracias al talante inequívoco de su entonces director Juan Francisco Sardaña Fabiani, un joven valenciano de origen sardo, salido de la militancia católica y cargado de hijos.

La casa, limpia y recogida, típica de los años 60 en la periferia madrileña, era más que modesta en un clásico barrio obrero. Tenía cuatro alturas el edificio pero carecía de ascensor. Creo recordar que los Camacho-Samper vivían en el 3º izquierda (¡como no!). Marcelino la tenía llena de los libros que, por encargo,  le había ido comprando Josefina para ir formándose e instruyéndose durante los largos días de cárcel en varias etapas.

 Nos sentamos en un pequeño despacho-biblioteca, soleado pese a los visillos y acogedor, donde su esposa nos sirvió un frugal desayuno a base de café con leche y magdalenas, solo interrumpido por las llamadas telefónicas de otros periodistas con menos suerte que yo.

Marcelino no quería ser un superstar ("que lo sea la clase obrera aunque yo sea su cara") tras cobrar mucha actualidad. Ni se consideraba un mito o algo parecido. "Todo el mundo me respeta porque mi vida ha sido una lucha constante pero no soy un mito aunque la realidad haya que expresarla con nombres concretos y la derecha quiera desprestigiarme".

La lucha sindicalista volvió a llevar a Camacho a la cárcel en 1966, cuando trabajaba como tornero-fresador en 'Perkins Hispania', donde retomó su trabajo sindicalista, él que pudo haber acabado en un seminario de la mano del párroco de su pueblo en vez de dedicarse a sabotear los transportes del bando nacional durante la guerra. Un arrebatador impulso reivindicativo -conocido desde su liderazgo en la fábrica de la Perkins, luego 'Motor Ibérica'- le llevó a pasar muchos años en prisión. Pagó muy cara su dedicación a la lucha por la democracia y para que los trabajadores españoles tuvieran una vida digna.

Porque de nuevo volvió a prisión en 1967 y 1972; esta vez, víctima del famoso proceso 1.001 junto al resto de la cúpula de CCOO (Nicolás Sartorius, Miguel Ángel Zamora, Pedro Santiesteban, Eduardo Saborido, Francisco García Salve, Luis Fernández, Francisco Acosta, Juan Muñiz Zapico y Fernando Soto).

En las diversas estancias en la cárcel, Marcelino aprendía, además de a debatir, el significado de conceptos como plusvalía, capital, productividad, inversión, lucha de clases..., que luego manejaba airadamente en sus apasionados discursos. Para hacer menos frías y duras esas estancias en la cárcel, Josefina le tejía sus famosos jerseys, los marcelinos, que luego crearon todo un estilo en la transición. La democracia le devolvió la libertad y sacó de la clandestinidad a su sindicato, las CC OO, cofundado por él en 1960. Camacho exhibía, al menos, el carné nº 1.

En la mesa camilla un montón de cartas de todas las partes del mundo pendientes de contestar, carpetas, fotos y recuerdos. En las paredes, un poster con su figura y un cuadro pintado por él mismo, y en otra mesita, muy bien ordenado todo: fotocopias, recortes de periódicos extranjeros, telegramas, una foto con sus hijos e invitaciones de los sindicatos de EE UU para impartir las conferencias que se le prohibian en España. Al poco viajó a Boston con su fiel e inseparable Josefina.

Camacho se mostró durante toda la entrevista como un radical pacífico porque ni siquiera entonces era un extremista ni anidaba en él rencor alguno por el trato recibido. Era un claro partidario de la ruptura democrática sin violencias, tal vez estigmatizado por el alto precio pagado por la clase obrera a raíz de todo tipo de excesos en nuestra Guerra Civil y porque, a su juicio, los sindicatos históricos habían perdido el contacto con las masas. "El fraccionamiento sindical es el suicidio de la clase obrera en un país con un poder político y económico tan concentrados", afirmaba para fundamentar su idea de una gran central sindical única y plural, quizá pensando que la UGT era un sindicato de otra época.

"Debemos huir de portugalizaciones, se requieren soluciones a la española", me decía tras constatar al salir de la cárcel, menos represión y dureza aunque la misma falta de libertad, por lo que se inclinaba antes por un pacto político que por un pacto social. "Sin democracia no puede haber acuerdos sociales y los partidos políticos son necesarios para esa libertad, todos sin exclusiones", añadía, más como miembro del PCE que como fundador de las Comisiones Obreras, que ya infectaban el sindicalismo vertical oficial de la época.

"Las CC OO deben son democráticas porque - revelaba- en ellas hay catolicos, socialistas de Tierno Galván, carlistas, comunistas..." y propugnaba por aquel entonces un congreso sindical constituyente.

"El sindicalismo ha de ser de clase, de masas, democrático, independiente de los partidos y de los estados, tiene su fuerza en su número y debe ser de mono azul y bata blanca", me adelanta como idea plasmada en su libro "Charlas en la prisión", a punto de aparecer en enero de aquel año. 'Los pueblos quedan, las gentes pasan', insistía desde  un afán idealista que le dio a su identidad política ribetes ingenuos que lo hicieron especialmente querido.

Insistía, una y otra vez, en la necesidad de una Confederación Sindical plural, descentralizada, proporcional, respetuosa con todas las tendencias integradas y decisiones democráticas "con mayorías cualificadas de 2/3 ó 3/4" porque, a su juicio, el sindicalismo unitario no tenía nada que ver con el pluralismo político de los obreros.

Camacho se declaraba sin ambages partidario de una ruptura política para pasar del totalitarismo a la democracia. "Pero pacífica, como en un país civilizado". Y ahí le hice una pregunta clave que, por su respuesta, explica su posterior sintonía con el rey y La Zarzuela.

"Personalmente prefiero la República porque garantiza mejor las libertades democráticas. Pero hay excepciones. Hay repúblicas como la de Salazar y monarquías como la sueca. Aquí debiera pronunciarse el pueblo español libremente sobre ésto. Yo respetaría la voluntad de la mayoría. Para ser operativo ha de manifestarse organizado, unido y con conciencia de su misión histórica".

Al final, hice un balance de percepciones sobre el entrevistado y llegué a varias conclusiones: me pareció un hombre cabal, idealista hasta el extremo, sin rencor hacia sus carceleros, con esperanza fundada, positivo por proactivo, de buena sombra, siempre convencido de lo que decía y hacía en defensa de unas causas que consideraba justas, y que entregaba con generosidad una energía que nunca utilizaba para sí mismo sino para la defensa de los derechos de los otros. Parece que libertad, justicia social y paz resumen toda su acción.

Pronto te dabas cuenta de que Marcelino era un hombre bueno, vital, lleno de cordialidad, con una mirada sana, sin atisbo de maldad, que luchaba por unos ideales y que, sin él quererlo, se convirtió en una referencia de la izquierda por su espíritu combativo en defensa de los derechos de los trabajadores y en la lucha por sus derechos sociales.

Humano y honesto hasta la médula, ya en esa fecha era una referencia ética para la izquierda sociológica por una integridad personal enorme; Marcelino, hombre coherente y de compromiso, reunía a simple vista todas las virtudes cívicas al ser capaz de entender las ideas de los demás como hombre de bien, sin dejar de mantener fervor por sus ideales comunistas;   era ya en esa fecha reconocido como de lo mejor de la clase obrera y de la lucha por la igualdad en el estado del bienestar. No lo percibí en ningún momento como un forofo del llamado 'paraiso socialista'.

Sentí al despedirme, al filo del mediodía, que, tanto él como Josefina, eran buena gente, afable y sencilla, y Marcelino un castellano de ley. Pese a tener una de las casas más modestas entre las que he ido para hacer entrevistas en los últimos 40 años, sabían recibir a quien les visitaba. Su hogar era alegre y tenía alma. Con eso me quedé porque nunca más volví a verlos de cerca para poder hablar con ellos y comprobar que no habían cambiado. Pero sí leí su libro-testamento 'Confieso que he luchado'.

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